Un extracto de |
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Una mujer en casa |
La arboleda extendía
sus ramas cargadas de aguacates, guayabas, y naranjas. Los árboles se
congregaban alrededor de la ceiba más alta de toda la provincia, que
como centro indiscutible simulaba el alto estadarte de una naturaleza
dadivosa, una mano que alcanzaba el cielo.
Cada mañana, a sólo minutos del amanecer, la madre daba la vuelta a la ceiba varias veces, entregándose a su ritual con la cabeza baja en señal de reverencia. Luego se arrodillaba ante la maraña de raíces para dejar su cotidiana ofrenda de los lágrimas, procendentes una de cada ojo. Allí quedaba postrada un rato así lloviera, tronara, o soplaran vientos huracanados. Pues era entonces cuando hacía contacto con su hermana gemela, muerta al nacer. Al amanecer la madre desplegaba su absoluto control sobre su hogar y al bienestar de su familia. Su trajín tenía la gracia de una prima ballerina, la precisión de un cirujano, y la fuerza y disciplina de un cuerpo de artillería. |
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